Comentario
El progreso de la industrialización llevó consigo un generalizado, aunque desigual -mayor en la Europa occidental que en la del Este, más intenso en Inglaterra que en ningún otro país-, aumento, en cifras absolutas y proporcionales, de la población artesanal y obrera (utilizamos el término en su acepción más genérica), acompañado en ciertos casos de importantes cambios, tanto en las formas y condiciones de trabajo cuanto en el estatus y nivel de vida del trabajador.
En la Europa del Este el fenómeno, además, presentó una notable y paradójica peculiaridad, ya que estuvo ligado, en parte, a la servidumbre. El desarrollo de las manufacturas se produjo no pocas veces en el marco del dominio señorial y, junto a hombres libres asalariados, fueron empleados en ellas siervos que cumplían (o pagaban) su corvea de esta forma. En el caso de Rusia, mejor estudiado, junto a las dos categorías citadas, aparecen también, aun en las empresas explotadas por comerciantes o fabricantes burgueses, siervos de otros dominios, autorizados al desplazamiento por su señor, quien percibía por ello una parte de su salario, y cierto tipo de campesinos (denominados inscritos), a quienes las autoridades, para potenciar el desarrollo industrial, fijaban a una determinada manufactura, condonándoles a cambio sus obligaciones fiscales. En 1736, para asegurar una mano de obra escasa, estas adscripciones se convirtieron en perpetuas y hereditarias, aunque más tarde Catalina II limitaría el derecho de fabricantes y mercaderes a poseer siervos. Siervos y hombres libres, obreros especializados y campesinos-artesanos componían, pues, la mano de obra que impulsaba las manufacturas rusas. Es muy probable que, hacia 1770, las dos terceras partes de la mano de obra estuviera compuesta por campesinos inscritos o siervos. No era, desde luego, el camino más adecuado para proseguir con el avance industrial.
En la Europa occidental y en líneas generales el Setecientos trajo para una parte del artesanado una pérdida de independencia. En gran parte de las ciudades la reglamentación gremial trataba, entre otras cosas, de garantizar y proteger dicha independencia. Pero no siempre resultó eficaz. Y bastaba el más mínimo resquicio o vacío en la normativa (en lo referente a nuevas materias primas o nuevos tejidos, por ejemplo) para que los agremiados más poderosos terminaran imponiendo sus condiciones al resto del artesanado, que, al no poder resistir la competencia de los grandes, se vio arrastrado a la proletarización. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, en Amberes, donde la obligatoria limitación del número de telares por maestro tejedor no afectaba a los tejidos de mezcla de lino y algodón. Los más ricos pudieron así multiplicar el número de telares bajo su control. Y la incorporación de alguna mejora técnica que entrañara desembolso de capital agudizaba el problema para los pequeños maestros. Siguiendo en Amberes, la introducción, a partir de 1775, de telares capaces de confeccionar varias cintas a la vez provocó el auge del ramo, pero también la desaparición, en menos de quince años, de casi todos los maestros independientes (eran 100 en 1778) y su conversión en asalariados (añadiendo los nuevamente llegados, en 1789 había 800, que trabajaban para sólo seis grandes patronos).
Y, lógicamente, la tendencia a la dependencia fue mucho mayor cuando no existía la reglamentación gremial. La referencia al mundo rural, donde hubo una gran difusión de las actividades industriales por medio del ver "lagssystem" es obligada. Pero también el caso de Inglaterra, donde las pervivencias gremiales estaban más desvaídas que en el Continente. Siguieron dominando numéricamente en la isla los trabajadores que desarrollaban su tarea en un pequeño taller. E. A. Thompson insiste en que, sumándolos a los jornaleros con empleo más o menos permanente, eran todavía mayoritarios a la altura de 1830. Refiriéndose al caso concreto de los tejedores, señala estos cuatro tipos: el tejedor tradicional, independiente, que realizaba encargos para sus clientes directos, y cuyo número decreció considerablemente a lo largo del siglo; el tejedor-artesano (maestro) que trabajaba por cuenta propia, por piezas, para una selección de patronos; el asalariado que trabajaba en el taller del maestro o, más frecuentemente, en su propia casa para un solo patrono; finalmente, el agricultor o pequeño propietario que también era tejedor y sólo trabajaba en el telar durante cierto tiempo. La tendencia, sin embargo, fue la de ir hacia una sola categoría, la de los proletarios que, una vez perdido el estatus y la seguridad que habían tenido sus antecesores, continuaban trabajando en su casa, pero frecuentemente con el telar alquilado y a las órdenes del agente de una fábrica o, tal vez, de algún intermediario.
Los cambios fundamentales, sin embargo, fueron introducidos por las empresas concentradas, en las que reinaban unas condiciones laborales distintas a las imperantes hasta entonces en el taller artesanal, fiera éste urbano o, más aún, rural. Aunque es obligado advertir contra cualquier tentación de idealización del mundo tradicional, en el taller no solía haber otra medida del tiempo que los fenómenos naturales, imperaba normalmente la flexibilidad en la dedicación y se trabajaba en pequeñas unidades y muchas veces al aire libre. El contraste con el nuevo modelo de trabajo organizado era patente y hasta brutal para quien procediera del ámbito anterior: sometimiento a una rígida disciplina en la que las máquinas, progresivamente, terminaron imponiendo su ritmo, concentración en espacios cerrados -en las hilanderías, por ejemplo, el necesario empleo de aceite daba al aire un característico y molestísimo olor-, promiscuidad, horarios que no pocas veces sobrepasaban las doce horas por jornada... G. Mori reproduce la siguiente descripción de, hacia 1784, las hilanderías de Lancashire: "Las hilanderías de algodón son grandes edificios construidos para albergar al mayor número posible de personas. No se puede sustraer ningún espacio a la producción y así los techos son lo más bajos posible y todos los locales están llenos de máquinas que, además, requieren de grandes cantidades de aceite para realizar sus movimientos. Debido a la naturaleza misma de la producción, hay mucho polvo en el ambiente: calentado por la fricción, y unido al aceite, provoca un fuerte y desagradable olor; y hay que tener presente que los obreros trabajan día y noche en dicho ambiente: en consecuencia, hay que utilizar muchas velas y, por tanto, es difícil ventilar las habitaciones en las que a los olores anteriores se une también el efluvio que emanan los muchos cuerpos humanos que hay en ellas..."
No desapareció por completo la costumbre de que los salarios incluyeran una parte en especie o determinadas prestaciones -el alojamiento podía ser una de ellas-, pero, poco a poco, tendieron a generalizarse los salarios en metálico como la forma dominante de retribución del trabajo. Eran salarios establecidos de distintas formas -abundaba, por ejemplo, el destajo, u otras formas de pago por tarea realizada- y por tiempos diversos, pagados casi siempre muy irregularmente y en cuya fijación fueron imponiéndose implacablemente las leyes del mercado -en una época, como sabemos, de mano de obra abundante-. Y la posibilidad que en ocasiones tenían los obreros de abastecerse en almacenes de la empresa a cuenta del salario no era, en realidad, sino una forma de endeudarse con los patronos a cambio de unos productos, por lo general, de ínfima calidad y caros.
Los salarios bajos se justificaban no sólo para abaratar y hacer más competitivos los precios de los productos, sino también, como escribía el prusiano Majet en su Mémoire sur les fabriques de Lyon (1786), para "mantener al obrero en una necesidad continua de trabajo... [y así] hacerle más laborioso, más reglamentado en sus costumbres, más sometido a sus voluntades" (de los empresarios) y menos propenso a la asociación y la reivindicación. Toda una declaración de principios que no es aislada. Poco antes, en 1770, el inglés Arthur Young escribía: "Cualquier hombre, si no es tonto, sabe que las clases más bajas han de ser mantenidas en la pobreza, pues de lo contrario nunca serán industriosos". Incapaces de imponer incrementos paulatinos, la inflación del siglo se tradujo, al igual que ocurría con los jornaleros agrarios, en un descenso paulatino de su capacidad adquisitiva.
Sin embargo, muchos estudios hablan, refiriéndose a Inglaterra, de salarios reales estables o incluso con una ligera tendencia al alza hasta finales de siglo. Probablemente, las cifras medias encubren diferencias notables dentro de los nuevos proletarios. Una minoría de trabajadores altamente especializados se vio al margen del proceso de degradación social. Pero un sector de los nuevos obreros sufrió el empobrecimiento, y la necesidad de incrementar los ingresos llevó a la multiplicación del trabajo femenino e infantil, aún peor remunerado. Abundaba éste en las primeras manufacturas inglesas y hasta tal punto se identificó en algunos casos con ellas que parece que los hombres tuvieron problemas de mentalidad para trabajar en ellas. La ocupación preferente de las mujeres -como, por otra parte, era tradicional- era el sector textil y oficios similares, pero también realizaron trabajos mucho más pesados, destacando en este sentido los realizados en las minas. Las descripciones de las minas de Northumberland, por ejemplo, con mujeres transportando o subiendo pesadas cargas por largas y empinadas escaleras se han hecho clásicas en el relato de las penalidades obreras en los primeros tiempos de la industrialización. En cuanto al trabajo infantil de ambos sexos, nunca se había empleado tanto ni en tan penosas condiciones como ahora. Cambiaron por completo las condiciones del aprendizaje, reguladas en el sistema tradicional por un contrato y por los estatutos de la corporación. No había ahora normas de obligado cumplimiento, lo que permitió la explotación más despiadada de los niños. En todas las ciudades belgas, por ejemplo, se abrieron escuelas privadas para enseñar a las niñas, a partir de los seis años, a hacer encajes. La gratuidad de la enseñanza entrañaba para las aprendizas el compromiso de trabajar varios años para el patrón sin compensación económica alguna. En 1780 funcionaban, sólo en Amberes, unas 150 de estas escuelas privadas, más algunas religiosas.
Por otra parte, hubo también una degradación del hábitat obrero -al menos, del sector más desfavorecido- y se acrecentó la segregación urbana, acentuándose cada vez más los contrastes entre los barrios ricos y los barrios pobres. Los ejemplos de Manchester y Liverpool son bien conocidos al respecto. I. C. Taylor ha mostrado que en Liverpool, en 1789, el 13 por 100 de la población, inmigrantes irlandeses en su mayoría, vivía en reducidas e insalubres cuevas, y otra proporción importante, en infraconstrucciones, denominadas courts, levantadas sobre una superficie de no más de 4 por 5 metros.
Pese a todo, R M. Hartwell se esfuerza por encontrar elementos positivos en las nuevas condiciones de vida creadas por la revolución industrial y habla de la liberación de la opresiva sociedad rural, siempre dominada por el pasado y donde las jerarquías solían estar mucho más marcadas e imperaba el caciquismo; de las mayores posibilidades de independencia para la mujer; de los nuevos horizontes de asociación laboral y política... Muy, probablemente, exagerado. Pero no nos engañemos. Las condiciones de vida de algunos sectores de las capas obreras eran, ciertamente, muy duras. Pero el hacinamiento y el trabajo infantil, la segregación urbana y, más en general, la opresión, la explotación económica y la pobreza parafraseamos a P. Laslett no surgieron al hilo de la industrialización: estaban ya en el mundo preindustrial. ¿No abundaban los ajustes salariales por poco más que el alojamiento y la comida? ¿No debía hacer frente la mujer a la reproducción, el cuidado de la casa, la elaboración de alimentos y vestidos y, en muchos casos, las tareas del campo? ¿No podía, de hecho, considerarse pobre en potencia todo individuo que viviera exclusivamente de su trabajo? La incapacidad física, la pérdida del vigor por la edad o la enfermedad -lo que S. Woolf denomina pobreza estructural-, la muerte de alguno de los esposos, un invierno de frío más intenso que de costumbre, una etapa de pan demasiado caro, una crisis más o menos prolongada..., contingencias todas que estaban más en el horizonte de lo probable que en el de lo meramente posible, podían desencadenar el proceso que terminaba por debajo del plano cero (F. Braudel), debiendo depender de la beneficencia institucional o religiosa o de la limosna privada. El problema se presentaba con más fuerza en las ciudades mayores, donde se agolpaban por miles jornaleros, ganapanes, vagabundos, pícaros y mendigos y a las que, en caso de crisis, acudían muchos más en busca de ayuda. Lógicamente, se solfa traducir en unas cotas de criminalidad más elevadas que en el medio rural, que en algún caso, como Londres, llegaron a ser preocupantes.
Cambió, por otra parte, la visión que se tenía de la pobreza y la mendicidad. En la visión de la vida y la sociedad, los criterios económicos fueron ganando terreno a los estrictamente religiosos -también la caridad fue adquiriendo un mayor tinte social-, el mendigo pasó a convertirse en una plaga que se debía combatir. Había que ayudar, ciertamente, a los pobres auténticos, a los que, ocasional o permanentemente, no podían ganarse el sustento. Pero, igualmente, había que proporcionar trabajo a los que pudieran hacerlo, por lo que en muchas ciudades surgieron, por iniciativa pública, religiosa o privada, centros de acogida -fracasarían muchos de ellos- de niños y menesterosos en los que se les enseñaba un oficio; en la práctica, lo que se organizó fue una explotación económica despiadada de aquellos desgraciados y en más de un caso terminaron trabajando en los nuevos establecimientos industriales apenas sin salario. Y, por último, se persiguió a los falsos mendigos y vagabundos: más o menos sistemáticamente, más o menos eficazmente, se trataba de poner en práctica una idea que machaconamente habían venido repitiendo tantos autores mercantilistas desde el siglo XVI.